Salimos a echar un pitillo en los cinco
minutos de descanso reglamentario. El sol cae a plomo sobre la fachada del
Banco de España. Los mendigos se arremolinan en el subterráneo, su refugio para
esquivar la ola de calor que derrite Madrid por esas fechas. Algunos dormitan
entre los cartones, donde pasan la mayor parte del día y la noche entera. Él, como siempre, me ofrece su cajetilla, que
acepto de buen grado. Desde que la empresa decidiera juntarnos como vigilantes
en el metro, hubo un acuerdo tácito para el reparto. Yo empecé a fumar apenas
seis meses atrás y en ello tiene mucho que ver Manolo, claro. Ni una calada
había probado en mis anteriores 25 años de vida, hasta que el curtido colega me
introdujo en el vicio a base de insistencia y volutas de humo. Poco a poco, me
asocié al club, aunque todavía me resisto a comprar, aspecto que sufraga Manolo
de buen grado. Y es que nada le apetece más que departir apoyado sobre los
barrotes de la boca del suburbano mientras se consumen su cigarrillo y el mío.
A veces no le es suficiente y repite, a lo que yo sí me niego. Mi ración diaria
no pasa del medio paquete, pero me temo que la adicción vaya creciendo.
-No sé cómo te has dejado enredar –me
reprocha Vanesa con insistencia, desde que supo de mi reciente costumbre.
Vanesa y yo somos novios formales, y nos
conocemos desde pequeñitos. Nos criamos en el mismo barrio, el barrio de
Tetuán, y compartimos escuela de primaria, la mejor época de la infancia que
recuerdo. Nuestras familias son amigas y las madres se turnaban para ir a
recogernos al colegio. Amparo, la madre de Vanesa, habla suave, bajito, con
ligero acento manchego, de donde procede, antes de emigrar a la capital en la
década de los sesenta.

Vivimos al lado de Bravo Murillo, una
larga calle con siglos de historia, que nace de Plaza de Castilla, atraviesa
Cuatro Caminos y concluye en la glorieta de Quevedo. Una avenida repleta de
pisos de no más de diez alturas, oficinas, tiendas, mercados y locales
comerciales. Incluso iglesias como la de San Antonio. ¿Y cines? Ya no. Mi madre me tiene dicho que en Bravo
Murillo hubo hasta una plaza de toros y no menos de diez cines que fueron
desapareciendo con las crisis y los nuevos rumbos culturales. Los nombra con
cariño y mucha nostalgia: Chamartín, Versalles, Lido, Tetuán, Europa, Cristal,
Carolina...
-Si yo te contara –me advierte con toda
la intención de hacerlo, naturalmente-. ¡Qué tiempos aquellos de cines de
sesión continua! ¿Te he dicho alguna vez que tu padre y yo íbamos cada semana?
- Sí, mamá, cientos de veces –le
respondo.
Le da igual. Me recalca que podías
entrar a cualquier hora, con la película empezada, porque la repetían hasta el
cierre. Y te quedabas hasta justo la escena en que habías llegado, o hasta que
acabara de nuevo, aunque ya te supieras el final. Igualito que ahora, dice con
añoranza.
Mis padres se conocieron en un cine,
mejor dicho, en la taquilla del cine Versalles, que también tenía sala de
fiestas, por cierto, a la que de vez en cuando fueron ya de novios. En Tetuán
se había criado mi madre, en Estrecho se había criado mi padre. Allí, dice mi
madre, frente a la entrada del Versalles, se miraron, se gustaron, salieron
juntos y se casaron. Después de unos años, naturalmente. Y por la iglesia, como
Dios manda, que no eran tiempos de hacer cosas raras. La tradición pesaba. Una
boda modesta y apañadita, con no más de 30 invitados, cuenta mi padre, pues la
familia estaba dispersa por toda la geografía española y no tenían posibles,
como se solía decir, para viajes a Madrid.
Mis padres se instalaron en un piso
alquilado, pequeñito, en tanto ahorraban para comprar uno. Allí di mis primeros
pasos. Hasta donde la memoria me alcanza –lo dejamos teniendo yo siete años- lo
recuerdo antiguo, con los techos muy altos y el suelo de baldosas oscuras y
cuadradas. Yo tuve mi propio dormitorio, reducidísimo, en el que sólo cabía una
cama y la mesilla. Con un espacio tan escaso, la ropa de los tres de la familia
se agolpaba en un único armario.
Por suerte, y gracias al trabajo de mi
padre –es carpintero- pudimos cambiarnos a una vivienda más amplia, la actual,
donde convivimos desde hace unos quince años. No está lejos de la anterior, a tres
manzanas, y hay ascensor. El nuestro es el segundo piso, letra B. Con dos
balcones a la calle, suelo de parqué (instalado por papá recientemente) y baño
y aseo alicatados hasta el techo. Le hemos hecho algunas reformas que han mejorado
su confort. Me gusta la casa, aunque presiento que a no mucho tardar me tocará
salir de ella. Y es que Vanesa achucha lo suyo para que vivamos juntos –ya le
ha echado el ojo a varios pisos-, pero yo le doy largas. Que si sale caro, que
si una boda requiere pensarlo bien… que sí, que estoy deseando, pero…
Vanesa es una chica excepcional, que
pienso que no me la merezco. Tiene unos
intensos ojos oscuros, el pelo largo de color castaño natural y una mirada
limpia y sincera. Trabaja de modista y ahorra para cuando nos casemos. Ya saben,
la conozco desde que éramos enanos y jugábamos al pilla pilla en la acera de
nuestra calle. Ella vivía dos portales más allá del mío, también en la segunda
planta, y le encantaba asomarse al balcón para contemplar el paso de los
coches. Podía pasarse horas allí, pensando en las musarañas. O en mí, porque
creo que ya entonces le hacía tilín. Yo la observaba a escondidas, oculto tras
los visillos. A medida que fuimos creciendo, nuestra relación se convirtió en
amor de adolescentes y ahora es pasión de juventud.
La abuela de Vanesa, la señora
Prudencia, se ha quedado viuda y ahora está con ellos. Es decir, con sus
padres, su hermano renacuajo y ella misma. Es la anciana poca cosa, diminuta y
encorvada por la edad, pero amable y culta. Educada en la escuela de la vida, según
ella, utiliza los refranes en cualquier conversación. Su difunto marido, un
hombrecito insignificante, que había trabajado toda la vida como cartero en el
barrio de Argüelles, consiguió con sus influencias que la boda de su hija, la
madre de Vanesa, con Francisco, el padre de Vanesa, se celebrara en la iglesia
del Buen Suceso. Vanesa siempre me lo restriega cuando paseamos por la calle
Princesa. Yo me hago el sueco. La señora
Pruden se ha empeñado en ser la madrina y también nos urge porque asegura no
quedarle mucho de vida.
Manolo y yo regresamos al túnel para
cumplir lo que resta de jornada. Huele a quemado dentro y Asun, la taquillera,
nos informa de que el servicio está interrumpido entre Sol y Retiro. Al menos
tres horas se tardará en restablecerlo. “Atención, por causas técnicas, el
servicio en línea 2, entre las estaciones de Sol y Ventas, estará interrumpido
por un tiempo estimado de tres horas. Perdonen las molestias”. La voz del jefe de estación anuncia la
noticia por megafonía y ofrece a los viajeros algunas alternativas. En
realidad, se trata de un suicidio, pero el reglamento interno exige emplear
estos eufemismos. Un tipo se ha lanzado a las vías en la estación de Sevilla,
al paso del convoy. Debemos permanecer en Banco hasta nueva orden. Lo prefiero.
Manolo está más acostumbrado a ver cadáveres. Yo soy más sensible y hasta me
mareo. Lo digo por la única experiencia que he tenido hasta ahora. Ocurrió hace
un mes, en Quevedo, o sea, en esta línea. El sujeto quedó partido en dos. Vomité.
Por los walkies nos advierten desde el
lugar del suceso que el juez aún tardará en llegar, que el individuo era joven
y que el conductor del metro sufre un ataque de ansiedad. Ocurre casi siempre.
Le mandarán a casa varios días para que trate de olvidar. Y no es fácil, a mi
entender. Manolo hace bromas macabras, pero sé que es porque intenta quitarle
hierro al tema. Esta vez no le ha dado tiempo, ocupado en desalojar a los
viajeros.
-
Venga, muchacho, tomemos una caña. Vamos
a celebrarlo –me invita mientras nos despojamos del uniforme. Al fin ha
concluido la jornada laboral.
-
Celebrar el qué –le contesto en tono
desairado- Acabamos de presenciar una muerte y no es para tomárselo a broma.
-
Por Dios, Juan, no te pongas así –trata
de convencerme- Esto ocurre a diario y ni siquiera lo has visto esta vez.
Quizá tenga razón y, al fin y al cabo,
una cerveza no hace mal a nadie, me digo. Así que acepto.
-
Vamos al Rubí y luego me subo andando a casa
–le propongo.
La cervecería es esa clase de sitio
donde, sólo de ver el mostrador surtido de bandejas plateadas repletas de
comida, te da hambre nada más entrar. Platos preparados en la cocina que
comunica directamente con la barra, donde de cuando en cuando asoma una señora
gorda con un gorro blanco que le cubre parte del pelo. En la barra se agrupan
los clientes no habituales, esos que consumen su cerveza o refresco, engullen
la tapa correspondiente, pagan y se marchan con la música a otra parte. Es un
decir. En cambio, en las mesas están los fijos, matrimonios de edad avanzada, señoras
maduras y jóvenes sin ocupación, que pasan sus largos ratos a la vera de una
jarra, un café con leche y, si acaso, unos churritos de la casa.
A la cuarta caña, la cabeza me bulle y
la lengua se me suelta. Manolo, cigarrillo en mano, abre unos ojos desorbitados
antes de soltar un par de volutas.
-
Manolo, me caso –le digo- Y quiero que
seas mi padrino.
-
Perfecto. ¿Y quién es la madrina?
–responde.
-
La abuela Pruden, por supuesto.
* Finalista del XI Concurso de Relatos Breves José Luis Gallego